23 de diciembre de 2013

Cambio de luces

Les dejo un cuento de Cortázar, el primero de su libro Alguien que anda por ahí. Este cuento lo leí por primera vez mientras esperaba mi turno en el banco, y en ese momento me invadió una gran tristeza. Hoy lo recordé y me puso triste otra vez...fue como tener una piedra en el estómago. Esas cosas suelen pasar cuando se lee...y Cortázar, encima...maldito seas, Julio, maldito y bendito seas.

Cambio de luces 

Esos jueves al caer la noche cuando Lemos me llamaba después del ensayo en 
Radio Belgrano y entre dos cinzanos los proyectos de nuevas piezas, tener que 
escuchárselos con tantas ganas de irme a la calle y olvidarme del radioteatro por dos o tres 
siglos, pero Lemos era el autor de moda y me pagaba bien para lo poco que yo tenía que 
hacer en sus programas, papeles más bien secundarios y en general antipáticos. Tenés la 
voz que conviene, decía amablemente Lemos, el radioescucha te escucha y te odia, no hace 
falta que traiciones a nadie o que mates a tu mamá con estricnina, vos abrís la boca y ahí 
nomás media Argentina quisiera romperte el alma a fuego lento. 
No Luciana, precisamente el día en que nuestro galán Jorge Fuentes al término de 
Rosas de ignominia recibía dos canastas de cartas de amor y un corderito blanco mandado 
por una estanciera romántica del lado de Tandil, el petiso Mazza me entregó el primer 
sobre lila de Luciana. Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me lo guardé en el 
bolsillo antes de irme al café (teníamos una semana de descanso después del triunfo de 
Rosas y el comienzo de Pájaro en la tormenta) y solamente en el segundo martini con 
Juárez Celman y Olive me subió al recuerdo el color del sobre y me di cuenta de que no 
había leído la carta; no quise delante de ellos porque los aburridos buscan tema y un sobre 
lila es una mina de oro, esperé a llegar a mi departamento donde la gata por lo menos no se 
fijaba en esas cosas, le di su leche y su ración de arrumacos, conocí a Luciana. 
No necesito ver una foto de usted, decía Luciana, no me importa que Sintonía y 
Antena publiquen fotos de Míguez y de Jorge Fuentes pero nunca de usted, no me importa 
porque tengo su voz, y tampoco me importa que digan que es antipático y villano, no me 
importa que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, porque me hago la ilusión 
de ser la sola que sabe la verdad: usted sufre cuando interpreta esos papeles, usted pone su 
talento pero yo siento que no está ahí de veras como Míguez o Raquelita Bailey, usted es 
tan diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia. Creyendo que odian al príncipe lo 
odian a usted, la gente confunde y ya me di cuenta con mi tía Poli y otras personas el año 
pasado cuando usted era Vassilis, el contrabandista asesino. Esta tarde me he sentido un 
poco sola y he querido decirle esto, tal vez no soy la única que se lo ha dicho y de alguna 
manera lo deseo por usted, que se sepa acompañado a pesar de todo, pero al mismo tiempo 
me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz, que está 
segura de conocerlo de veras y de admirarlo más que a los que tienen los papeles fáciles. 
Es como con Shakespeare, nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando usted hizo el papel, 
Yago me gustó más que Otelo. No se crea obligado a contestarme, pongo mi dirección por 
si realmente quiere hacerlo, pero si no lo hace yo me sentiré lo mismo feliz de haberle 
escrito todo esto. 
Caía la noche, la letra era liviana y fluida, la gata se había dormido después de jugar 
con el sobre lila en el almohadón del sofá. Desde la irreversible ausencia de Bruna ya no se 
cenaba en mi departamento, las latas nos bastaban a la gata y a mí, y a mí especialmente el 
coñac y la pipa. En los días de descanso (después tendría que trabajar el papel de Pájaro en 
la tormenta) releí la carta de Luciana sin intención de contestarla porque en ese terreno un 
actor, aunque solamente reciba una carta cada tres años, estimada Luciana, le contesté 
antes de irme al cine el viernes por la noche, me conmueven sus palabras y ésta no es una 
frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que imaginaba más bien chiquita y triste y de pelo castaño con ojos claros estuviera sentada ahí y yo le dijera que 
me conmovían sus palabras. El resto salió más convencional porque no encontraba qué 
decirle después de la verdad, todo se quedaba en un relleno de papel, dos o tres frases de 
simpatía y gratitud, su amigo Tito Balcárcel. Pero había otra verdad en la posdata: Me 
alegro de que me haya dado su dirección, hubiera sido triste no poder decirle lo que siento. 
A nadie le gusta confesarlo, cuando no se trabaja uno termina por aburrirse un 
poco, al menos alguien como yo. De muchacho tenía bastantes aventuras sentimentales, en 
las horas libres podía recorrer el espinel y casi siempre había pesca, pero después vino 
Bruna y eso duró cuatro años, a los treinta y cinco la vida en Buenos Aires empieza a 
desteñirse y parece que se achicara, al menos para alguien que vive solo con una gata y no 
es gran lector ni amigo de caminar mucho. No que me sienta viejo, al contrario; más bien 
parecería que son los demás, las cosas mismas que envejecen y se agrietan; por eso a lo 
mejor preferir las tardes en el departamento, ensayar Pájaro en la tormenta a solas con la 
gata mirándome, vengarme de esos papeles ingratos llevándolos a la perfección, 
haciéndolos míos y no de Lemos, transformando las frases más simples en un juego de 
espejos que multiplica lo peligroso y fascinante del personaje. Y así a la hora de leer el 
papel en la radio todo estaba previsto, cada coma y cada inflexión de la voz, graduando los 
caminos del odio (otra vez era uno de esos personajes con algunos aspectos perdonables 
pero cayendo poco a poco en la infamia hasta un epílogo de persecución al borde de un 
precipicio y salto final con gran contento de radioescuchas). Cuando entre dos mates 
encontré la carta de Luciana olvidada en el estante de las revistas y la releí de puro 
aburrido, pasó que de nuevo la vi, siempre he sido visual y fabrico fácil cualquier cosa, de 
entrada Luciana se me había dado más bien chiquita y de mi edad o por ahí, sobre todo con 
ojos claros y como transparentes, y de nuevo la imaginé así, volví a verla como pensativa 
antes de escribirme cada frase y después decidiéndose. De una cosa estaba seguro, Luciana 
no era mujer de borradores, seguro que había dudado antes de escribirme, pero después 
escuchándome en Rosas de ignominia le habían ido viniendo las frases, se sentía que la 
carta era espontánea y a la vez -acaso por el papel lila- dándome la sensación de un licor 
que ha dormido largamente en su frasco. 
Hasta su casa imaginé con sólo entornar los ojos, su casa debía ser de esas con patio 
cubierto o por lo menos galería con plantas, cada vez que pensaba en Luciana la veía en el 
mismo lugar, la galería desplazando finalmente el patio, una galería cerrada con claraboyas 
de vidrios de colores y mamparas que dejaban pasar la luz agrisándola, Luciana sentada en 
un sillón de mimbre y escribiéndome usted es muy diferente del príncipe cruel de Rosas de 
ignominia, llevándose la lapicera a la boca antes de seguir, nadie lo sabe porque tiene tanto 
talento que la gente lo odia, el pelo castaño como envuelto por una luz de vieja fotografía, 
ese aire ceniciento y a la vez nítido de la galería cerrada, me gustaría ser la única que sabe 
pasar al otro lado de sus papeles y de su voz. 
La víspera de la primera tanda de Pájaro hubo que comer con Lemos y los otros, se 
ensayaron algunas escenas de esas que Lemos llamaba clave y nosotros clavo, choque de 
temperamentos y andanadas dramáticas, Raquelita Bailey muy bien en el papel de Josefina, 
la altanera muchacha que lentamente yo envolvería en mi consabida telaraña de maldades 
para las que Lemos no tenía límites. Los otros calzaban justo en sus papeles, total maldita 
la diferencia entre ésa y las dieciocho radionovelas que ya llevábamos actuadas. Si me 
acuerdo del ensayo es porque el petiso Mazza me trajo la segunda carta de Luciana y esa 
vez sentí ganas de leerla enseguida y me fui un rato al baño mientras Angelita y Jorge 
Fuentes se juraban amor eterno en un baile de Gimnasia y Esgrima, esos escenarios de 
Lemos que desencadenaban el entusiasmo de los habitúes y daban más fuerza a las 
identificaciones psicológicas con los personajes, por lo menos según Lemos y Freud. 
Le acepté la simple, linda invitación a conocerla en una confitería de Almagro. 
Había el detalle monótono del reconocimiento, ella de rojo y yo llevando el diario doblado 
en cuatro, no podía ser de otro modo y el resto era Luciana escribiéndome de nuevo en la 
galería cubierta, sola con su madre o tal vez su padre, desde el principio yo había visto un 
viejo con ella en una casa para una familia más grande y ahora llena de huecos donde 
habitaba la melancolía de la madre por otra hija muerta o ausente, porque acaso la muerte 
había pasado por la casa no hacía mucho, y si usted no quiere o no puede yo sabré 
comprender, no me corresponde tomar la iniciativa pero también sé -lo había subrayado sin 
énfasis- que alguien como usted está por encima de muchas cosas. Y agregaba algo que yo 
no había pensado y que me encantó, usted no me conoce salvo esa otra carta, pero yo hace 
tres años que vivo su vida, lo siento como es de veras en cada personaje nuevo, lo arranco 
del teatro y usted es siempre el mismo para mí cuando ya no tiene el antifaz de su papel. 
(Esa segunda carta se me perdió, pero las frases eran así, decían eso; recuerdo en cambio 
que la primera carta la guardé en un libro de Moravia que estaba leyendo, seguro que sigue 
ahí en la biblioteca). 
Si se lo hubiera contado a Lemos le habría dado una idea para otra pieza, clavado 
que el encuentro se cumplía después de algunas alternativas de suspenso y entonces el 
muchacho descubría que Luciana era idéntica a lo que había imaginado, prueba de cómo 
el amor se adelanta al amor y la vista a la vista, teorías que siempre funcionaban bien en 
Radio Belgrano. Pero Luciana era una mujer de más de treinta años, llevados eso sí con 
todas las de la ley, bastante menos menuda que la mujer de las cartas en la galería, y con 
un precioso pelo negro que vivía como por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara 
de Luciana yo no me había hecho una imagen precisa salvo los ojos claros y la tristeza; los 
que ahora me recibieron sonriéndome eran marrones y nada tristes bajo ese pelo movedizo. 
Que le gustara el whisky me pareció simpático, por el lado de Lemos casi todos los 
encuentros románticos empezaban con té (y con Bruna había sido café con leche en un 
vagón de ferrocarril). No se disculpó por la invitación, y yo que a veces sobreactúo porque 
en el fondo no creo demasiado en nada de lo que me sucede, me sentí muy natural y el 
whisky por una vez no era falsificado. De veras, lo pasamos muy bien y fue como si nos 
hubieran presentado por casualidad y sin sobreentendidos, como empiezan las buenas 
relaciones en que nadie tiene nada que exhibir o que disimular; era lógico que se hablara 
sobre todo de mí porque yo era el conocido y ella solamente dos cartas y Luciana, por eso 
sin parecer vanidoso la dejé que me recordara en tantas novelas radiales, aquella en que me 
mataban torturándome, la de los obreros sepultados en la mina, algunos otros papeles. Poco 
a poco yo le iba ajustando la cara y la voz, desprendiéndome con trabajo de las cartas, de la 
galería cerrada y el sillón de mimbre; antes de separarnos me enteré de que vivía en un 
departamento bastante chico en planta baja y con su tía Poli que allá por los años treinta 
había tocado el piano en Pergamino. También Luciana hacía sus ajustes como siempre en 
esas relaciones de gallo ciego, casi al final me dijo que me había imaginado más alto, con 
pelo crespo y ojos grises; lo del pelo crespo me sobresaltó porque en ninguno de mis 
papeles yo me había sentido a mí mismo con pelo crespo, pero acaso su idea era como una 
suma, un amontonamiento de todas las canalladas y las traiciones de las piezas de Lemos. 
Se lo comenté en broma y Luciana dijo que no, los personajes los había visto tal como 
Lemos los pintaba pero al mismo tiempo era capaz de ignorarlos, de hermosamente 
quedarse sólo conmigo, con mi voz y vaya a saber por qué con una imagen de alguien más 
alto, de alguien con el pelo crespo. 
Si Bruna hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de 
Luciana; su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco en el aire que Luciana 
empezó a llenar sin saberlo, probablemente sin esperarlo. En ella en cambio todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro Tito Balcárcel de pelo lacio y menos personalidad 
que los monstruos de Lemos; todas esas operaciones duraron apenas un mes, se cumplieron 
en dos encuentros en cafés, un tercero en mi departamento, la gata aceptó el perfume y la 
piel de Luciana, se le durmió en la falda, no pareció de acuerdo con un anochecer en que 
de golpe estuvo de más, en que debió saltar maullando al suelo. La tía Poli se fue a vivir a 
Pergamino con una hermana, su misión estaba cumplida y Luciana se mudó a mi casa esa 
semana; cuando la ayudé a preparar sus cosas me dolió la falta de la galería cubierta, de la 
luz cenicienta, sabía que no las iba a encontrar y sin embargo había algo como una 
carencia, una imperfección. La tarde de la mudanza la tía Poli me contó dulcemente la 
módica saga de la familia, la infancia de Luciana, el novio aspirado para siempre por una 
oferta de frigoríficos de Chicago, el matrimonio con un hotelero de Primera Junta y la 
ruptura seis años atrás, cosas que yo había sabido por Luciana pero de otra manera, como 
si ella no hubiera hablado verdaderamente de sí misma ahora que parecía empezar a vivir 
por cuenta de otro presente, de mi cuerpo contra el suyo, los platitos de leche a la gata, el 
cine a cada rato, el amor. 
Me acuerdo que fue más o menos en la época de Sangre en las espigas cuando le 
pedí a Luciana que se aclarara el pelo. Al principio le pareció un capricho de actor, si 
querés me compro una peluca, me dijo riéndose, y de paso a vos te quedaría tan bien una 
con el pelo crespo, ya que estamos. Pero cuando insistí unos días después, dijo que bueno, 
total lo mismo le daba el pelo negro o castaño, fue casi como si se diera cuenta de que en 
mí ese cambio no tenía nada que ver con mis manías de actor sino con otras cosas, una 
galería cubierta, un sillón de mimbre. No tuve que pedírselo otra vez, me gustó que lo 
hubiera hecho por mí y se lo dije tantas veces mientras nos amábamos, mientras me perdía 
en su pelo y sus senos y me dejaba resbalar con ella a otro largo sueño boca a boca. (Tal 
vez a la mañana siguiente, o fue antes de salir de compras, no lo tengo claro, le junté el 
pelo con las dos manos y se lo até en la nuca, le aseguré que le quedaba mejor así. Ella se 
miró en el espejo y no dijo nada, aunque sentí que no estaba de acuerdo y que tenía razón, 
no era mujer para recogerse el pelo, imposible negar que le quedaba mejor cuando lo 
llevaba suelto antes de aclarárselo, pero no se lo dije porque me gustaba verla así, verla 
mejor que aquella tarde cuando había entrado por primera vez en la confitería). 
Nunca me había gustado escucharme actuando, hacía mi trabajo y basta, los colegas 
se extrañaban de esa falta de vanidad que en ellos era tan visible; debían pensar, acaso con 
razón, que la naturaleza de mis papeles no me inducía demasiado a recordarlos, y por eso 
Lemos me miró levantando las cejas cuando le pedí los discos de archivo de Rosas de 
ignominia, me preguntó para qué lo quería y le contesté cualquier cosa, problemas de 
dicción que me interesaba superar o algo así. Cuando llegué con el álbum de discos, 
Luciana se sorprendió también un poco porque yo no le hablaba nunca de mi trabajo, era 
ella que cada tanto me daba sus impresiones, me escuchaba por las tardes con la gata en la 
falda. Repetí lo que le había dicho a Lemos pero en vez de escuchar las grabaciones en otro 
cuarto traje el tocadiscos al salón y le pedí a Luciana que se quedara un rato conmigo, yo 
mismo preparé el té y arreglé las luces para que estuviera cómoda. Por qué cambias de 
lugar esa lámpara, dijo Luciana, queda bien ahí. Quedaba bien como objeto pero echaba 
una luz cruda y caliente sobre el sofá donde se sentaba Luciana, era mejor que sólo le 
llegara la penumbra de la tarde desde la ventana, una luz un poco cenicienta que se 
envolvía en su pelo, en sus manos ocupándose del té. Me mimas demasiado, dijo Luciana, 
todo para mí y vos ahí en un rincón sin siquiera sentarte. 
Desde luego puse solamente algunos pasajes de Rosas, el tiempo de dos tazas de té, 
de un cigarrillo. Me hacía bien mirar a Luciana atenta al drama, alzando a veces la cabeza 
cuando reconocía mi voz y sonriéndome como si no le importara saber que el miserable cuñado de la pobre Carmencita comenzaba sus intrigas para quedarse con la fortuna de los 
Pardo, y que la siniestra tarea continuaría a lo largo de tantos episodios hasta el inevitable 
triunfo del amor y la justicia según Lemos. En mi rincón (había aceptado una taza de té a 
su lado pero después había vuelto al fondo del salón como si desde ahí se escuchara mejor) 
me sentía bien, reencontraba por un momento algo que me había estado faltando; hubiera 
querido que todo eso se prolongara, que la luz del anochecer siguiera pareciéndose a la de 
la galería cubierta. No podía ser, claro, y corté el tocadiscos y salimos juntos al balcón 
después que Luciana hubo devuelto la lámpara a su sitio porque realmente quedaba mal allí 
donde yo la había corrido. ¿Te sirvió de algo escucharte?, me preguntó acariciándome una 
mano. Sí, de mucho, hablé de problemas de respiración, de vocales, cualquier cosa que ella 
aceptaba con respeto; lo único que no le dije fue que en ese momento perfecto sólo había 
faltado el sillón de mimbre y quizá también que ella hubiera estado triste, como alguien 
que mira el vacío antes de continuar el párrafo de una carta. 
Estábamos llegando al final de Sangre en las espigas, tres semanas más y me darían 
vacaciones. Al volver de la radio encontraba a Luciana leyendo o jugando con la gata en el 
sillón que le había regalado para su cumpleaños junto con la mesa de mimbre que hacía 
juego. No tiene nada que ver con este ambiente, había dicho Luciana entre divertida y 
perpleja, pero si a vos te gustan a mí también, es un lindo juego y tan cómodo. Vas a estar 
mejor en él si tenés que escribir cartas, le dije. Sí, admitió Luciana, justamente estoy en 
deuda con tía Poli, pobrecita. Como por la tarde tenía poca luz en el sillón (no creo que se 
hubiera dado cuenta de que yo había cambiado la bombilla de la lámpara) acabó por poner 
la mesita y el sillón cerca de la ventana para tejer o mirar las revistas, y tal vez fue en esos 
días de otoño, o un poco después, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé 
largamente y le dije que nunca la había querido tanto como en ese momento, tal como la 
estaba viendo, como hubiera querido verla siempre. Ella no dijo nada, sus manos andaban 
por mi pelo despeinándome, su cabeza se volcó sobre mi hombro y se estuvo quieta, como 
ausente. ¿Por qué esperar otra cosa de Luciana, así al filo del atardecer? Ella era como los 
sobres lila, como las simples, casi tímidas frases de sus cartas. A partir de ahora me 
costaría imaginar que la había conocido en una confitería, que su pelo negro suelto había 
ondulado como un látigo en el momento de saludarme, de vencer la primera confusión del 
encuentro. En la memoria de mi amor estaba la galería cubierta, la silueta en un sillón de 
mimbre distanciándola de la imagen más alta y vital que de mañana andaba por la casa o 
jugaba con la gata, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había 
querido, en lo que me hacía amarla tanto. 
Decírselo, quizá. No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardarla así, la 
plenitud era tan grande que no quería pensar en su vago silencio, en una distracción que no 
le había conocido antes, en una manera de mirarme por momentos como si buscara, algo, 
un aletazo de mirada devuelta enseguida a lo inmediato, a la gata o a un libro. También eso 
entraba en mi manera de preferirla, era el clima melancólico de la galería cubierta, de los 
sobres lila. Sé que en algún despertar en la alta noche, mirándola dormir contra mí, sentí 
que había llegado el tiempo de decírselo, de volverla definitivamente mía por una 
aceptación total de mi lenta telaraña enamorada. No lo hice porque Luciana dormía, porque 
Luciana estaba despierta, porque ese martes íbamos al cine, porque estábamos buscando un 
auto para las vacaciones porque la vida venía a grandes pantallazos antes y después de los 
atardeceres en que la luz cenicienta parecía condensar su perfección en la pausa del sillón 
de mimbre. Que me hablara tan poco ahora, que a veces volviera a mirarme como 
buscando alguna cosa perdida, retardaban en mí la oscura necesidad de confiarle la verdad 
de explicarle por fin el pelo castaño, la luz de la galería No tuve tiempo, un azar de 
horarios cambiados me llevó al centro un fin de mañana, la vi salir de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al comprender que salía apretando el brazo de un 
hombre más alto que yo, un hombre que se inclinaba un poco para besarla en la oreja, para 
frotar su pelo crespo contra el pelo castaño de Luciana.

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