Les dejo un cuento de Cortázar, el primero de su libro Alguien que anda por ahí. Este cuento lo leí por primera vez mientras esperaba mi turno en el banco, y en ese momento me invadió una gran tristeza. Hoy lo recordé y me puso triste otra vez...fue como tener una piedra en el estómago. Esas cosas suelen pasar cuando se lee...y Cortázar, encima...maldito seas, Julio, maldito y bendito seas.
Cambio de luces
Esos jueves al caer la noche cuando Lemos me llamaba después del ensayo en
Radio Belgrano y entre dos cinzanos los proyectos de nuevas piezas, tener que
escuchárselos con tantas ganas de irme a la calle y olvidarme del radioteatro por dos o tres
siglos, pero Lemos era el autor de moda y me pagaba bien para lo poco que yo tenía que
hacer en sus programas, papeles más bien secundarios y en general antipáticos. Tenés la
voz que conviene, decía amablemente Lemos, el radioescucha te escucha y te odia, no hace
falta que traiciones a nadie o que mates a tu mamá con estricnina, vos abrís la boca y ahí
nomás media Argentina quisiera romperte el alma a fuego lento.
No Luciana, precisamente el día en que nuestro galán Jorge Fuentes al término de
Rosas de ignominia recibía dos canastas de cartas de amor y un corderito blanco mandado
por una estanciera romántica del lado de Tandil, el petiso Mazza me entregó el primer
sobre lila de Luciana. Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me lo guardé en el
bolsillo antes de irme al café (teníamos una semana de descanso después del triunfo de
Rosas y el comienzo de Pájaro en la tormenta) y solamente en el segundo martini con
Juárez Celman y Olive me subió al recuerdo el color del sobre y me di cuenta de que no
había leído la carta; no quise delante de ellos porque los aburridos buscan tema y un sobre
lila es una mina de oro, esperé a llegar a mi departamento donde la gata por lo menos no se
fijaba en esas cosas, le di su leche y su ración de arrumacos, conocí a Luciana.
No necesito ver una foto de usted, decía Luciana, no me importa que Sintonía y
Antena publiquen fotos de Míguez y de Jorge Fuentes pero nunca de usted, no me importa
porque tengo su voz, y tampoco me importa que digan que es antipático y villano, no me
importa que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, porque me hago la ilusión
de ser la sola que sabe la verdad: usted sufre cuando interpreta esos papeles, usted pone su
talento pero yo siento que no está ahí de veras como Míguez o Raquelita Bailey, usted es
tan diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia. Creyendo que odian al príncipe lo
odian a usted, la gente confunde y ya me di cuenta con mi tía Poli y otras personas el año
pasado cuando usted era Vassilis, el contrabandista asesino. Esta tarde me he sentido un
poco sola y he querido decirle esto, tal vez no soy la única que se lo ha dicho y de alguna
manera lo deseo por usted, que se sepa acompañado a pesar de todo, pero al mismo tiempo
me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz, que está
segura de conocerlo de veras y de admirarlo más que a los que tienen los papeles fáciles.
Es como con Shakespeare, nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando usted hizo el papel,
Yago me gustó más que Otelo. No se crea obligado a contestarme, pongo mi dirección por
si realmente quiere hacerlo, pero si no lo hace yo me sentiré lo mismo feliz de haberle
escrito todo esto.
Caía la noche, la letra era liviana y fluida, la gata se había dormido después de jugar
con el sobre lila en el almohadón del sofá. Desde la irreversible ausencia de Bruna ya no se
cenaba en mi departamento, las latas nos bastaban a la gata y a mí, y a mí especialmente el
coñac y la pipa. En los días de descanso (después tendría que trabajar el papel de Pájaro en
la tormenta) releí la carta de Luciana sin intención de contestarla porque en ese terreno un
actor, aunque solamente reciba una carta cada tres años, estimada Luciana, le contesté
antes de irme al cine el viernes por la noche, me conmueven sus palabras y ésta no es una
frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que imaginaba más bien chiquita y triste y de pelo castaño con ojos claros estuviera sentada ahí y yo le dijera que
me conmovían sus palabras. El resto salió más convencional porque no encontraba qué
decirle después de la verdad, todo se quedaba en un relleno de papel, dos o tres frases de
simpatía y gratitud, su amigo Tito Balcárcel. Pero había otra verdad en la posdata: Me
alegro de que me haya dado su dirección, hubiera sido triste no poder decirle lo que siento.
A nadie le gusta confesarlo, cuando no se trabaja uno termina por aburrirse un
poco, al menos alguien como yo. De muchacho tenía bastantes aventuras sentimentales, en
las horas libres podía recorrer el espinel y casi siempre había pesca, pero después vino
Bruna y eso duró cuatro años, a los treinta y cinco la vida en Buenos Aires empieza a
desteñirse y parece que se achicara, al menos para alguien que vive solo con una gata y no
es gran lector ni amigo de caminar mucho. No que me sienta viejo, al contrario; más bien
parecería que son los demás, las cosas mismas que envejecen y se agrietan; por eso a lo
mejor preferir las tardes en el departamento, ensayar Pájaro en la tormenta a solas con la
gata mirándome, vengarme de esos papeles ingratos llevándolos a la perfección,
haciéndolos míos y no de Lemos, transformando las frases más simples en un juego de
espejos que multiplica lo peligroso y fascinante del personaje. Y así a la hora de leer el
papel en la radio todo estaba previsto, cada coma y cada inflexión de la voz, graduando los
caminos del odio (otra vez era uno de esos personajes con algunos aspectos perdonables
pero cayendo poco a poco en la infamia hasta un epílogo de persecución al borde de un
precipicio y salto final con gran contento de radioescuchas). Cuando entre dos mates
encontré la carta de Luciana olvidada en el estante de las revistas y la releí de puro
aburrido, pasó que de nuevo la vi, siempre he sido visual y fabrico fácil cualquier cosa, de
entrada Luciana se me había dado más bien chiquita y de mi edad o por ahí, sobre todo con
ojos claros y como transparentes, y de nuevo la imaginé así, volví a verla como pensativa
antes de escribirme cada frase y después decidiéndose. De una cosa estaba seguro, Luciana
no era mujer de borradores, seguro que había dudado antes de escribirme, pero después
escuchándome en Rosas de ignominia le habían ido viniendo las frases, se sentía que la
carta era espontánea y a la vez -acaso por el papel lila- dándome la sensación de un licor
que ha dormido largamente en su frasco.
Hasta su casa imaginé con sólo entornar los ojos, su casa debía ser de esas con patio
cubierto o por lo menos galería con plantas, cada vez que pensaba en Luciana la veía en el
mismo lugar, la galería desplazando finalmente el patio, una galería cerrada con claraboyas
de vidrios de colores y mamparas que dejaban pasar la luz agrisándola, Luciana sentada en
un sillón de mimbre y escribiéndome usted es muy diferente del príncipe cruel de Rosas de
ignominia, llevándose la lapicera a la boca antes de seguir, nadie lo sabe porque tiene tanto
talento que la gente lo odia, el pelo castaño como envuelto por una luz de vieja fotografía,
ese aire ceniciento y a la vez nítido de la galería cerrada, me gustaría ser la única que sabe
pasar al otro lado de sus papeles y de su voz.
La víspera de la primera tanda de Pájaro hubo que comer con Lemos y los otros, se
ensayaron algunas escenas de esas que Lemos llamaba clave y nosotros clavo, choque de
temperamentos y andanadas dramáticas, Raquelita Bailey muy bien en el papel de Josefina,
la altanera muchacha que lentamente yo envolvería en mi consabida telaraña de maldades
para las que Lemos no tenía límites. Los otros calzaban justo en sus papeles, total maldita
la diferencia entre ésa y las dieciocho radionovelas que ya llevábamos actuadas. Si me
acuerdo del ensayo es porque el petiso Mazza me trajo la segunda carta de Luciana y esa
vez sentí ganas de leerla enseguida y me fui un rato al baño mientras Angelita y Jorge
Fuentes se juraban amor eterno en un baile de Gimnasia y Esgrima, esos escenarios de
Lemos que desencadenaban el entusiasmo de los habitúes y daban más fuerza a las
identificaciones psicológicas con los personajes, por lo menos según Lemos y Freud.
Le acepté la simple, linda invitación a conocerla en una confitería de Almagro.
Había el detalle monótono del reconocimiento, ella de rojo y yo llevando el diario doblado
en cuatro, no podía ser de otro modo y el resto era Luciana escribiéndome de nuevo en la
galería cubierta, sola con su madre o tal vez su padre, desde el principio yo había visto un
viejo con ella en una casa para una familia más grande y ahora llena de huecos donde
habitaba la melancolía de la madre por otra hija muerta o ausente, porque acaso la muerte
había pasado por la casa no hacía mucho, y si usted no quiere o no puede yo sabré
comprender, no me corresponde tomar la iniciativa pero también sé -lo había subrayado sin
énfasis- que alguien como usted está por encima de muchas cosas. Y agregaba algo que yo
no había pensado y que me encantó, usted no me conoce salvo esa otra carta, pero yo hace
tres años que vivo su vida, lo siento como es de veras en cada personaje nuevo, lo arranco
del teatro y usted es siempre el mismo para mí cuando ya no tiene el antifaz de su papel.
(Esa segunda carta se me perdió, pero las frases eran así, decían eso; recuerdo en cambio
que la primera carta la guardé en un libro de Moravia que estaba leyendo, seguro que sigue
ahí en la biblioteca).
Si se lo hubiera contado a Lemos le habría dado una idea para otra pieza, clavado
que el encuentro se cumplía después de algunas alternativas de suspenso y entonces el
muchacho descubría que Luciana era idéntica a lo que había imaginado, prueba de cómo
el amor se adelanta al amor y la vista a la vista, teorías que siempre funcionaban bien en
Radio Belgrano. Pero Luciana era una mujer de más de treinta años, llevados eso sí con
todas las de la ley, bastante menos menuda que la mujer de las cartas en la galería, y con
un precioso pelo negro que vivía como por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara
de Luciana yo no me había hecho una imagen precisa salvo los ojos claros y la tristeza; los
que ahora me recibieron sonriéndome eran marrones y nada tristes bajo ese pelo movedizo.
Que le gustara el whisky me pareció simpático, por el lado de Lemos casi todos los
encuentros románticos empezaban con té (y con Bruna había sido café con leche en un
vagón de ferrocarril). No se disculpó por la invitación, y yo que a veces sobreactúo porque
en el fondo no creo demasiado en nada de lo que me sucede, me sentí muy natural y el
whisky por una vez no era falsificado. De veras, lo pasamos muy bien y fue como si nos
hubieran presentado por casualidad y sin sobreentendidos, como empiezan las buenas
relaciones en que nadie tiene nada que exhibir o que disimular; era lógico que se hablara
sobre todo de mí porque yo era el conocido y ella solamente dos cartas y Luciana, por eso
sin parecer vanidoso la dejé que me recordara en tantas novelas radiales, aquella en que me
mataban torturándome, la de los obreros sepultados en la mina, algunos otros papeles. Poco
a poco yo le iba ajustando la cara y la voz, desprendiéndome con trabajo de las cartas, de la
galería cerrada y el sillón de mimbre; antes de separarnos me enteré de que vivía en un
departamento bastante chico en planta baja y con su tía Poli que allá por los años treinta
había tocado el piano en Pergamino. También Luciana hacía sus ajustes como siempre en
esas relaciones de gallo ciego, casi al final me dijo que me había imaginado más alto, con
pelo crespo y ojos grises; lo del pelo crespo me sobresaltó porque en ninguno de mis
papeles yo me había sentido a mí mismo con pelo crespo, pero acaso su idea era como una
suma, un amontonamiento de todas las canalladas y las traiciones de las piezas de Lemos.
Se lo comenté en broma y Luciana dijo que no, los personajes los había visto tal como
Lemos los pintaba pero al mismo tiempo era capaz de ignorarlos, de hermosamente
quedarse sólo conmigo, con mi voz y vaya a saber por qué con una imagen de alguien más
alto, de alguien con el pelo crespo.
Si Bruna hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de
Luciana; su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco en el aire que Luciana
empezó a llenar sin saberlo, probablemente sin esperarlo. En ella en cambio todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro Tito Balcárcel de pelo lacio y menos personalidad
que los monstruos de Lemos; todas esas operaciones duraron apenas un mes, se cumplieron
en dos encuentros en cafés, un tercero en mi departamento, la gata aceptó el perfume y la
piel de Luciana, se le durmió en la falda, no pareció de acuerdo con un anochecer en que
de golpe estuvo de más, en que debió saltar maullando al suelo. La tía Poli se fue a vivir a
Pergamino con una hermana, su misión estaba cumplida y Luciana se mudó a mi casa esa
semana; cuando la ayudé a preparar sus cosas me dolió la falta de la galería cubierta, de la
luz cenicienta, sabía que no las iba a encontrar y sin embargo había algo como una
carencia, una imperfección. La tarde de la mudanza la tía Poli me contó dulcemente la
módica saga de la familia, la infancia de Luciana, el novio aspirado para siempre por una
oferta de frigoríficos de Chicago, el matrimonio con un hotelero de Primera Junta y la
ruptura seis años atrás, cosas que yo había sabido por Luciana pero de otra manera, como
si ella no hubiera hablado verdaderamente de sí misma ahora que parecía empezar a vivir
por cuenta de otro presente, de mi cuerpo contra el suyo, los platitos de leche a la gata, el
cine a cada rato, el amor.
Me acuerdo que fue más o menos en la época de Sangre en las espigas cuando le
pedí a Luciana que se aclarara el pelo. Al principio le pareció un capricho de actor, si
querés me compro una peluca, me dijo riéndose, y de paso a vos te quedaría tan bien una
con el pelo crespo, ya que estamos. Pero cuando insistí unos días después, dijo que bueno,
total lo mismo le daba el pelo negro o castaño, fue casi como si se diera cuenta de que en
mí ese cambio no tenía nada que ver con mis manías de actor sino con otras cosas, una
galería cubierta, un sillón de mimbre. No tuve que pedírselo otra vez, me gustó que lo
hubiera hecho por mí y se lo dije tantas veces mientras nos amábamos, mientras me perdía
en su pelo y sus senos y me dejaba resbalar con ella a otro largo sueño boca a boca. (Tal
vez a la mañana siguiente, o fue antes de salir de compras, no lo tengo claro, le junté el
pelo con las dos manos y se lo até en la nuca, le aseguré que le quedaba mejor así. Ella se
miró en el espejo y no dijo nada, aunque sentí que no estaba de acuerdo y que tenía razón,
no era mujer para recogerse el pelo, imposible negar que le quedaba mejor cuando lo
llevaba suelto antes de aclarárselo, pero no se lo dije porque me gustaba verla así, verla
mejor que aquella tarde cuando había entrado por primera vez en la confitería).
Nunca me había gustado escucharme actuando, hacía mi trabajo y basta, los colegas
se extrañaban de esa falta de vanidad que en ellos era tan visible; debían pensar, acaso con
razón, que la naturaleza de mis papeles no me inducía demasiado a recordarlos, y por eso
Lemos me miró levantando las cejas cuando le pedí los discos de archivo de Rosas de
ignominia, me preguntó para qué lo quería y le contesté cualquier cosa, problemas de
dicción que me interesaba superar o algo así. Cuando llegué con el álbum de discos,
Luciana se sorprendió también un poco porque yo no le hablaba nunca de mi trabajo, era
ella que cada tanto me daba sus impresiones, me escuchaba por las tardes con la gata en la
falda. Repetí lo que le había dicho a Lemos pero en vez de escuchar las grabaciones en otro
cuarto traje el tocadiscos al salón y le pedí a Luciana que se quedara un rato conmigo, yo
mismo preparé el té y arreglé las luces para que estuviera cómoda. Por qué cambias de
lugar esa lámpara, dijo Luciana, queda bien ahí. Quedaba bien como objeto pero echaba
una luz cruda y caliente sobre el sofá donde se sentaba Luciana, era mejor que sólo le
llegara la penumbra de la tarde desde la ventana, una luz un poco cenicienta que se
envolvía en su pelo, en sus manos ocupándose del té. Me mimas demasiado, dijo Luciana,
todo para mí y vos ahí en un rincón sin siquiera sentarte.
Desde luego puse solamente algunos pasajes de Rosas, el tiempo de dos tazas de té,
de un cigarrillo. Me hacía bien mirar a Luciana atenta al drama, alzando a veces la cabeza
cuando reconocía mi voz y sonriéndome como si no le importara saber que el miserable cuñado de la pobre Carmencita comenzaba sus intrigas para quedarse con la fortuna de los
Pardo, y que la siniestra tarea continuaría a lo largo de tantos episodios hasta el inevitable
triunfo del amor y la justicia según Lemos. En mi rincón (había aceptado una taza de té a
su lado pero después había vuelto al fondo del salón como si desde ahí se escuchara mejor)
me sentía bien, reencontraba por un momento algo que me había estado faltando; hubiera
querido que todo eso se prolongara, que la luz del anochecer siguiera pareciéndose a la de
la galería cubierta. No podía ser, claro, y corté el tocadiscos y salimos juntos al balcón
después que Luciana hubo devuelto la lámpara a su sitio porque realmente quedaba mal allí
donde yo la había corrido. ¿Te sirvió de algo escucharte?, me preguntó acariciándome una
mano. Sí, de mucho, hablé de problemas de respiración, de vocales, cualquier cosa que ella
aceptaba con respeto; lo único que no le dije fue que en ese momento perfecto sólo había
faltado el sillón de mimbre y quizá también que ella hubiera estado triste, como alguien
que mira el vacío antes de continuar el párrafo de una carta.
Estábamos llegando al final de Sangre en las espigas, tres semanas más y me darían
vacaciones. Al volver de la radio encontraba a Luciana leyendo o jugando con la gata en el
sillón que le había regalado para su cumpleaños junto con la mesa de mimbre que hacía
juego. No tiene nada que ver con este ambiente, había dicho Luciana entre divertida y
perpleja, pero si a vos te gustan a mí también, es un lindo juego y tan cómodo. Vas a estar
mejor en él si tenés que escribir cartas, le dije. Sí, admitió Luciana, justamente estoy en
deuda con tía Poli, pobrecita. Como por la tarde tenía poca luz en el sillón (no creo que se
hubiera dado cuenta de que yo había cambiado la bombilla de la lámpara) acabó por poner
la mesita y el sillón cerca de la ventana para tejer o mirar las revistas, y tal vez fue en esos
días de otoño, o un poco después, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé
largamente y le dije que nunca la había querido tanto como en ese momento, tal como la
estaba viendo, como hubiera querido verla siempre. Ella no dijo nada, sus manos andaban
por mi pelo despeinándome, su cabeza se volcó sobre mi hombro y se estuvo quieta, como
ausente. ¿Por qué esperar otra cosa de Luciana, así al filo del atardecer? Ella era como los
sobres lila, como las simples, casi tímidas frases de sus cartas. A partir de ahora me
costaría imaginar que la había conocido en una confitería, que su pelo negro suelto había
ondulado como un látigo en el momento de saludarme, de vencer la primera confusión del
encuentro. En la memoria de mi amor estaba la galería cubierta, la silueta en un sillón de
mimbre distanciándola de la imagen más alta y vital que de mañana andaba por la casa o
jugaba con la gata, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había
querido, en lo que me hacía amarla tanto.
Decírselo, quizá. No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardarla así, la
plenitud era tan grande que no quería pensar en su vago silencio, en una distracción que no
le había conocido antes, en una manera de mirarme por momentos como si buscara, algo,
un aletazo de mirada devuelta enseguida a lo inmediato, a la gata o a un libro. También eso
entraba en mi manera de preferirla, era el clima melancólico de la galería cubierta, de los
sobres lila. Sé que en algún despertar en la alta noche, mirándola dormir contra mí, sentí
que había llegado el tiempo de decírselo, de volverla definitivamente mía por una
aceptación total de mi lenta telaraña enamorada. No lo hice porque Luciana dormía, porque
Luciana estaba despierta, porque ese martes íbamos al cine, porque estábamos buscando un
auto para las vacaciones porque la vida venía a grandes pantallazos antes y después de los
atardeceres en que la luz cenicienta parecía condensar su perfección en la pausa del sillón
de mimbre. Que me hablara tan poco ahora, que a veces volviera a mirarme como
buscando alguna cosa perdida, retardaban en mí la oscura necesidad de confiarle la verdad
de explicarle por fin el pelo castaño, la luz de la galería No tuve tiempo, un azar de
horarios cambiados me llevó al centro un fin de mañana, la vi salir de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al comprender que salía apretando el brazo de un
hombre más alto que yo, un hombre que se inclinaba un poco para besarla en la oreja, para
frotar su pelo crespo contra el pelo castaño de Luciana.